"El relevo", por Raquel Mª González Herrer.

Aquella mañana me dijo mi padre: "Hoy sí que ya eres mayor". Era mi cumpleaños y cumplía 40. Después de comer fuí a aquel café-bar, como siempre lo había hecho los últimos veinte años. Era un establecimiento con solera. En su barra se habían alternado y sucedido tres generaciones de la misma familia y también allí, desde siempre, estaba él, Don Pepe, sentado en la misma mesa junto a la ventana, porque como solía decir desde ese privilegiado lugar se veía muy bien la calle. Don Pepe era un viejecito menudo y vivaracho, entrañable, el abuelo de todos, querido por todos, que parecía pertenecer secularmente a aquel establecimiento e infundirle vida. Todos los días oíamos su voz pidiendo un cortado y (levantando el dedo) una copita de anís. Nos contaba historias y las disfrutábamos, vivimos juntos como la roja ganaba la copa del mundo de fútbol y le escuchamos llorar y agradecer a Dios que le hubiera dado tantos años de vida (más de 90) para poder saborear aquel momento histórico. Don Pepe no era de nuestra familia pero le queríamos, por eso aquella tarde de mi cumpleaños, cuando entre en el bar y ví las caras serias delos otros clientes, los ojos enrojecidos de una camarera y la mesa huérfana junto a la ventana, supe lo que pasaba sin necesidad de preguntar. Casi sin darme cuenta me senté allí, desde donde se veía tan bien la calle. Cuando la joven camarera se acercó a mí aun con los ojos turbios y me preguntó "¿Un cortado como siempre Don Luis?" le dije "Sí, por favor" y levantando el dedo puntualicé "Y también, una copita de anís". La camarera sonrió.

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